Por Max Heindel
Lo mismo que el ejercicio es necesario para
el desarrollo del músculo físico, así el desarrollo de la naturaleza moral se
obtiene por medio de la tentación. El alma queda en libertad para escoger a su
antojo, porque aprende tanto por sus equivocaciones como por sus aciertos y
quizá aun más. Por esta razón, en el mito de Job, se le permite al diablo
servirse de la tentación y en el mito de Fausto hace esta petición:
“Señor. ¿Apuestas algo
a que tu siervo te vende,
si llevarlo por mis sendas
me dejas?”.
Y el Señor le contesta:
“Pues bien, te entrego mi siervo.
De la originaria fuente
desvía el alma piadosa,
y el cauce, si sabes, tuerce.
Quedarás abochornado
viendo que un ser pobre y débil
el camino recto encuentra
entre tantas lobregueces.
Ancho campo te concedo;
nunca odié a los de tu especie,
entre todos los que niegan
genios a mi ley rebeldes,
pobre bufón malicioso,
el menos dañino tú eres.
El hombre, a menudo, en brazos
del reposo desfallece.
y es bueno que a cada instante
le anime, aguijonee y despierte
un compañero de viaje,
aunque el mismo Diablo fuere.
(A los arcángeles.)
La que brilla inmortal santa hermosura
gozad, hijos de Dios, en mi regazo,
la substancia, que vive eterna y pura,
de amor os ligue con el tierno lazo,
y a la incierta apariencia del momento
forma dé vuestro fijo pensamiento”.
Así la conspiración está tramada y Fausto
está a punto de quedar enmarañado en los cepos que se encuentran en el camino
de todas las almas investigadoras. Las siguientes líneas demuestran el
propósito beneficioso y la necesidad de la tentación. El espíritu es parte
integrante de Dios: primordialmente “inocente”, pero no virtuoso. La virtud es
una cualidad positiva desarrollada por una postura firme adoptada a favor de lo
justo durante la tentación, o por el sufrimiento soportado pacientemente como
consecuencia de malas acciones. Así el prólogo en el cielo da al mito de Fausto
su más alto valor como un guía, su estímulo
al alma que busca. Demuestra el propósito eterno detrás de las condiciones
terrestres que causan dolor y pesares.
Después Goethe nos presenta a Fausto mismo
sentado en su cuarto de estudio, y ocupado en introspección y retrospección:
“Física. Metafísica. Derecho,
Medicina después, y Teología
También, ¡ay. Dios! por mi desgracia, todo,
todo lo escudriñé con ansia viva,
y hoy, ¡ pobre loco de infeliz mollera!
¿qué es lo que sé? Lo mismo que sabia.
¡Sólo pude aprender que no sé nada,
y el alma en la contienda está rendida!
Bachiller o doctor, seglar o preste,
nadie su ciencia iguala con la mía;
ni escrúpulo ni duda me atormentan:
ni demonio ni infierno me intimidan;
y así. De sombras y de espantos libre,
huyó todo el encanto de mi vida.
Al hombre inútil; para el bien estéril,
nada puedo enseñar que de algo sirva,
y sin caudal, ni crédito, ni honores,
vida arrastro que un can despreciaría.
Doyme a la Magia. Pues. ¡OH, si pudiera
el vigor del Espíritu, que anima
al Verbo humano, la secreta clave
revelarme de todos los enigmas!
No con pálido afán sudara sangre
para hacer comprender lo que mi misma
razón no comprendió y en las entrañas
penetrando del mundo, encontraría,
del eterno Poder vivificante,
allí dentro, las fuentes escondidas,
y no hiciera, en insulsas peroratas,
tráfago insustancial de charla ambigua.”
Toda, una vida de estudio no ha podido
procurar a Fausto ningún verdadero saber.
Las fuentes convencionales de sabiduría
resultan ser estériles finalmente. El hombre de ciencia puede creer que Dios es
algo superfluo: puede figurarse que la vida consiste en acción y reacción
química, es decir, al principio de su estudio. Pero cuanto más sondee la
materia, tanto mayores se le presentarán los misterios en su camino, y por fin
se verá forzado a renunciar a investigaciones ulteriores o a creer en Dios como
un Espíritu cuya
vida penetra cada átomo de materia. Fausto
ha llegado a este punto. Dice que no ha
obrado por oro “ni por tesoros, ni honor mundano, ni rango ni placer”.
El ha luchado por amor en la investigación y ha llegado al punto donde ve que
un mundo de espíritu nos rodea a todos; y por medio de este mundo, por la
magia, aspira ahora a un conocimiento superior y más real que aquel contenido
en libros.
Un tomo, escrito por el famoso Nostradamus
está en su mano, y abriéndolo apercibe el signo del macrocosmos. El poder
contenido en él abre a su percepción una parte del mundo que está buscando, y
en un éxtasis de alegría exclama:
“¡Cuán sabrosa fruición, ante esa imagen,
mi ser inunda y mi sentido animal !
Por mis arterias y mis nervios corre
el santo hervor de renaciente vida.
¿Fue un dios acaso quien trazó ese signo,
que el hondo afán del corazón mitiga,
al Espíritu presta nuevas alas
y a la Naturaleza el velo quita?
¿Un dios yo mismo soy? Todo a mis ojos
aparece distinto: en esas líneas
vi a la Naturaleza productora,
que al alma está patente y sometida.
El sabio dijo bien — hoy lo comprendo:
Barrera impenetrable no limita
el mundo del Espíritu: ¿está muerto
tu pobre corazón, tu alma rendida?
Alzate, pues, y tu terrena frente
baila en el rosicler del nuevo día.”
Pero otra vez el péndulo oscila hacia
atrás. Al igual que si intentásemos mirar directamente la luz brillante del sol
daría como resultado la destrucción de la retina del ojo, así la tentativa audaz
de penetrar lo Infinito resulta un fracaso y el alma anhelante cae desde el
éxtasis de alegría en la oscuridad de la desesperación:
“¿Bella visión, pero visión al cabo!
¡Cómo asir y estrechar a la infinita
Naturaleza, y exprimir sus pechos!
Manantial ellos son de toda vida.
de ellos penden los cielos y la tierra;
su fecundo raudal todo lo anima,
y en vano pide mi sediento labio
una gota, no más, de esa ambrosía.”
Primero tenemos que comprender lo inferior
antes de que podamos aspirar con éxito a conocimientos superiores. Disparatar y
delirar del más allá, de cuerpos más sutiles, cuando tenemos un entendimiento
muy limitado de los vehículos en los cuales actuamos todos los días y de la
atmósfera en la cual nos movemos, es el colmo de la locura. “Hombre, conócete a
ti mismo” es una enseñanza sana. El único modo seguro está en subir la escalera
peldaño por peldaño, y nunca dar un nuevo paso antes de estar bien asegurados
en el terreno que pisamos. Muchas almas habrán experimentado por sí mismas la
desesperación expresada en las palabras de Fausto.
Tontamente había empezado en el escalón más
alto, y había sufrido el consiguiente
desengaño: pero todavía no entiende que
debe empezar desde la base y por esto emite una evocación al Espíritu de la
Tierra en esta forma:
“¡Cuánto es diversa, Genio de la Tierra,
tu acción! Estás más cerca, y a tu vista
crecen mis bríos, cual si rojo mosto
inundara mi ser; con frente erguida.
quiero lanzarme al mundo; afrontar quiero
sus infortunios, afrontar sus dichas;
provocar la tormenta, y sin espanto
ver la nave a mis pies rota y hundida.
Pero, nublóse el cielo,
la luna en él se eclipsa,
mi lámpara se apaga,
y ráfagas rojizas
descienden y circundan
mi sien descolorida.
Vertiginoso anhelo
dentro de mí palpita
y siento que el Espíritu
siniestro se aproxima.
¡Rasga el velo! ¡Aparece!
¡Cuál sufre el alma mía!
Por abrir nuevo cauce
mis sentimientos lidian,
y hacia ti, fatal Genio,
todos se precipitan.
¡Preséntate, aunque fuere
el precio de mi vida!.
Como hemos dicho en el Concepto Rosacruz
del Cosmos y como hemos explicado
además en la Filosofía Rosacruz respecto a
una pregunta que se refiere al ritual en latín en la Iglesia Católica, un
nombre es un sonido. Propiamente pronunciado, no importa por quien, tiene una
influencia dominadora sobre la inteligencia que representa, y la palabra dada
en cada grado de Iniciación facilita al hombre la llave para entrar en una
esfera especial de vibración, poblada de ciertas clases de espíritus. Por
consiguiente, como un diapasón responde a una nota del mismo sonido, así cuando
Fausto pronuncia el nombre del Espíritu de la Tierra, este nombre abre a su
conciencia todo lo que penetra su presencia.
Se debe tener presente que la experiencia
de Fausto no es un ejemplo aislado de lo que puede suceder bajo condiciones
anormales. El es un símbolo del alma que busca. Todos nosotros somos Faustos en
cierto modo, porque en algún estado de nuestra evolución encontraremos al
Espíritu de la Tierra y nos daremos cuenta del poder de Su nombre, propiamente
pronunciado.
De: Misterios de las Grandes Óperas, Cap.
II: “Los sinsabores del alma que busca”, Ed. Kier, págs. 8 a 12
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