domingo, 14 de enero de 2018

Después de la campiña

Por: Violeta Paula Cappella

Estoy observando una vieja estampa de un libro de astronomía. Veo una escena doble: al fondo, en el valle hay un típico poblado francés con pequeñas casitas entre suaves lomas; en el cielo hay un sol naciente, cuyo rostro se asemeja al del sol de la bandera argentina. En el mismo cielo hay innumerables estrellas y la luna creciente, opuesta al sol, está en lo alto. En la campiña, y en el centro de la escena, hay un frondoso árbol a la vera de un sendero, cuyo recorrido va desde el poblado hasta el primer plano de la escena.

El árbol es muy robusto, y solitario, eleva sus ramas hacia el cielo. Le ha crecido a la derecha de su tronco una pequeña rama cargada de verde follaje. En el sendero, y ya llegando al primer plano hay dos bellas flores abiertas y muchos pastos tiernos. Al otro extremo del primer plano hay junto a otra flor abierta, un hombre arrodillado, cuyas huellas de su peregrinaje han quedado tras él plasmadas en el camino.

El cielo se abre en dos mitades, una, que es la representación de la vida en el mundo externo, la otra, la vida del iniciado. El arco iris separa y une ambos mundos; el iniciado atraviesa tímidamente el mundo subjetivo introduciendo su cabeza y su mano derecha, tratando de tocar este nuevo universo que se despliega ante él y en su rostro se revelan el asombro y la admiración. Él ve primero el último de los siete cielos: es una región confusa, un mundo denso, líquido en partes y también gaseoso. El caos reina allí, las nubes y la materia se revuelven, comprimen y expanden sobre sí mismas, mueren y eleven a nacer sucesivamente.

El sexto cielo es de naturaleza acuosa en su punto inferior y de desordenado fuego en su punto superior. Las nubes arremolinadas del séptimo cielo penetran en él con su densa lluvia; literalmente llueve hacia arriba con gruesas gotas que avivan más y más el fuego ascendente, en vez de apagarlo. Son llamas intermitentes, que suben y bajan regidas en sus movimientos discontinuos por la presión de las gotas de lluvia; es un mundo de fuego húmedo movido por la atracción y la repulsión. Hacia el quinto cielo suben las llamas húmedas del sexto, ocupando su parte inferior. En el centro de este cielo hay una zona de frialdad, de un aparente vacío, pero sin embargo hay allí corrientes de aire que secan la anterior humedad candente. Sobre esta zona, y en el punto superior de este cielo hay pequeñas llamas ordenadas; líneas ascendentes, radiantes, cálidas, que dan la sensación de un fuego mesurado y armónico.

El cuarto cielo recibe el pequeño fuego equilibrado del quinto y sobre él aparecen nuevamente nubes, pero en un claro orden que permite ver a intervalos regulares partes de un cielo azul límpido, diferenciándose así perfectamente lo concreto de lo abstracto.

Cada nube es perfectamente igual a la otra, hay orden y coherencia. En la parte superior de este cuarto cielo las nubes se convierten en vivos rayos de luz, de los que surge glorioso el sol naciente con sus tres círculos concéntricos que apenas si son evidentes. El tercer cielo está iluminado por los rayos más altos del sol naciente y las nubes son ahora muy pequeñas; lentamente se van disipando.

Hay una franja de luz sobre las nubecillas que recorre todo el tercer cielo, dentro de ella se fusionan rayos de potente y gran esplendor. Interpenetrando las zonas de este cielo están las ruedas del tiempo girando sobre sí mismas; una a la inversa de la otra, entrelazándose entre sí, pero siendo dos se las puede reconocer como una. Ya en el segundo cielo no hay nubes. Las ruedas del tiempo han quedado atrás, sólo hay luz y rayos de luz que lo compenetran todo y en la parte superior de este cielo está otra vez el sol que viene desde el primer cielo, atravesando el segundo, haciéndose más evidentes los tres círculos concéntricos.

En el primer cielo mora este Sol radiante en toda su magnificencia, iluminando sin herir con sus potentes y tiernos rayos que se hacen cada vez más concéntricos. En el círculo más externo del Sol, hay una corriente ígnea que dulcemente baña todo de luz. El segundo círculo gira en torno de sí mismo expandiendo luz hacia el tercero y el más concéntrico, vierte sus llamas hacia adentro y hacia afuera sucesivamente, regenerando continuamente su amoroso calor y luz.


A lo lejos, la escena parece volver a repetirse infinitamente. Los cielos se hacen cada vez más pequeños al ojo del iniciado; cada vez más incomprensibles, perdiéndose y resumiéndose en un punto, allá a lo lejos, donde empieza la vieja estampa de la campiña francesa.

Cammille Flammarion - L'atmosphère météorologie populaire -1888

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