Por: Violeta Paula Cappella
Estoy observando una vieja estampa de un
libro de astronomía. Veo una escena doble: al fondo, en el valle hay un típico
poblado francés con pequeñas casitas entre suaves lomas; en el cielo hay un sol
naciente, cuyo rostro se asemeja al del sol de la bandera argentina. En el
mismo cielo hay innumerables estrellas y la luna creciente, opuesta al sol, está
en lo alto. En la campiña, y en el centro de la escena, hay un frondoso árbol a
la vera de un sendero, cuyo recorrido va desde el poblado hasta el primer plano
de la escena.
El árbol es muy robusto, y solitario, eleva
sus ramas hacia el cielo. Le ha crecido a la derecha de su tronco una pequeña
rama cargada de verde follaje. En el sendero, y ya llegando al primer plano hay
dos bellas flores abiertas y muchos pastos tiernos. Al otro extremo del primer
plano hay junto a otra flor abierta, un hombre arrodillado, cuyas huellas de su
peregrinaje han quedado tras él plasmadas en el camino.
El cielo se abre en dos mitades, una, que es
la representación de la vida en el mundo externo, la otra, la vida del
iniciado. El arco iris separa y une ambos mundos; el iniciado atraviesa tímidamente
el mundo subjetivo introduciendo su cabeza y su mano derecha, tratando de tocar
este nuevo universo que se despliega ante él y en su rostro se revelan el
asombro y la admiración. Él ve primero el último de los siete cielos: es una región
confusa, un mundo denso, líquido en partes y también gaseoso. El caos reina allí,
las nubes y la materia se revuelven, comprimen y expanden sobre sí mismas,
mueren y eleven a nacer sucesivamente.
El sexto cielo es de naturaleza acuosa en su
punto inferior y de desordenado fuego en su punto superior. Las nubes arremolinadas
del séptimo cielo penetran en él con su densa lluvia; literalmente llueve hacia
arriba con gruesas gotas que avivan más y más el fuego ascendente, en vez de
apagarlo. Son llamas intermitentes, que suben y bajan regidas en sus
movimientos discontinuos por la presión de las gotas de lluvia; es un mundo de
fuego húmedo movido por la atracción y la repulsión. Hacia el quinto cielo
suben las llamas húmedas del sexto, ocupando su parte inferior. En el centro de
este cielo hay una zona de frialdad, de un aparente vacío, pero sin embargo hay
allí corrientes de aire que secan la anterior humedad candente. Sobre esta
zona, y en el punto superior de este cielo hay pequeñas llamas ordenadas; líneas
ascendentes, radiantes, cálidas, que dan la sensación de un fuego mesurado y armónico.
El cuarto cielo recibe el pequeño fuego equilibrado del quinto y sobre él aparecen nuevamente nubes, pero en un claro orden que permite ver a intervalos regulares partes de un cielo azul límpido, diferenciándose así perfectamente lo concreto de lo abstracto.
Cada nube es perfectamente igual a la otra, hay orden y
coherencia. En la parte superior de este cuarto cielo las nubes se convierten
en vivos rayos de luz, de los que surge glorioso el sol naciente con sus tres círculos
concéntricos que apenas si son evidentes. El tercer cielo está iluminado por los
rayos más altos del sol naciente y las nubes son ahora muy pequeñas; lentamente
se van disipando.
Hay una franja de luz sobre las nubecillas
que recorre todo el tercer cielo, dentro de ella se fusionan rayos de potente y
gran esplendor. Interpenetrando las zonas de este cielo están las ruedas del
tiempo girando sobre sí mismas; una a la inversa de la otra, entrelazándose
entre sí, pero siendo dos se las puede reconocer como una. Ya en el segundo
cielo no hay nubes. Las ruedas del tiempo han quedado atrás, sólo hay luz y
rayos de luz que lo compenetran todo y en la parte superior de este cielo está
otra vez el sol que viene desde el primer cielo, atravesando el segundo, haciéndose
más evidentes los tres círculos concéntricos.
En el primer cielo mora este Sol radiante en toda su magnificencia, iluminando sin herir con sus potentes y tiernos rayos que se hacen cada vez más concéntricos. En el círculo más externo del Sol, hay una corriente ígnea que dulcemente baña todo de luz. El segundo círculo gira en torno de sí mismo expandiendo luz hacia el tercero y el más concéntrico, vierte sus llamas hacia adentro y hacia afuera sucesivamente, regenerando continuamente su amoroso calor y luz.
A lo lejos, la escena parece volver a repetirse infinitamente. Los cielos se hacen cada vez más pequeños al ojo del iniciado; cada vez más incomprensibles, perdiéndose y resumiéndose en un punto, allá a lo lejos, donde empieza la vieja estampa de la campiña francesa.
Cammille Flammarion - L'atmosphère météorologie populaire -1888 |
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